Eutanasia y gobierno de los jueces
En una democracia, el ejercicio de definir las conductas punibles es una atribución exclusiva del Legislador como representante del pueblo. Ocurre que, en esta materia, sin embargo, como en tantas otras, la Corte Constitucional viene usurpando las funciones del Congreso. Vuelvo a insistir en que no tengo duda de que esa usurpación no solo es contraria a la Constitución, sino que erosiona la democracia. Es un ejercicio sistemático de activismo judicial, de expansión incontrolada de las funciones de los jueces, de reemplazo de la voluntad popular expresada por los congresistas, que están sujetos a toda suerte de controles políticos y judiciales, que expresan la opinión de muy distintos ciudadanos y posiciones ideológicas, y que después de largos debates públicos y procedimientos formales llegan a unos acuerdos que se expresan en leyes, por la de unos magistrados que no representan a nadie, debaten a puerta cerrada, no tienen control alguno ni rinden cuentas y que terminan abusando de su condición para imponerles a los ciudadanos sus opiniones políticas y sus convicciones ideológicas.
Ese ejercicio judicial de arrebatar competencias al Congreso y, por tanto, al pueblo que lo ha elegido, se extiende hoy a asuntos tan graves como la sanción a quienes violan el derecho a la vida, el más importante y sustantivo porque es la fuente y base de todos los derechos. Por eso la vida tiene una protección especial. El derecho a la vida es el primero consagrado en nuestra Constitución que, en su artículo 11, sostiene que es “inviolable». A su vez, la Convención Americana de Derechos Humanos, que hace parte del bloque de constitucionalidad, dice que «toda persona tiene derecho a que se respete su vida […] a partir del momento de la concepción”.
Como consecuencia, para proteger la vida y sancionar a quienes la vulneran, el Congreso decidió dedicar un título en el Código Penal, Delitos contra la Vida, para definir las conductas que suponen una violación de ese derecho. Ya hace unos años, la Constitucional, en abierta contravía al texto de la Carta Magna y a la Convención Americana, legalizó el aborto. Más tarde, abrió la puerta a la eutanasia, es decir, a matar deliberadamente y sin dolor, con apariencia de asistencia médica, a enfermos terminales. Ahora, en un comunicado del jueves, extendió la eutanasia a pacientes «con intensos sufrimientos provenientes de lesión corporal o enfermedad grave o incurable”, aunque no estén en fase terminal.
Dice la Corte que matar pacientes con esas características es expresión del “derecho fundamental a morir dignamente”. Por un lado, en la Constitución no existe tal derecho “fundamental” a morir dignamente. Es una típica construcción jurisprudencial, es decir, lo “crearon” los jueces. El que sí es un derecho fundamental, es el derecho por excelencia, es el de la vida. Por el otro, la Corte ha confundido deliberadamente muerte digna y eutanasia, en un eufemismo parecido al de usar “interrupción voluntaria del embarazo» para no decir aborto. La muerte digna supone la posibilidad de que el enfermo reciba todos los cuidados paliativos e incluso la de renunciar voluntariamente a procedimientos médicos y rechazar tratamientos no consentidos. Y nadie está obligado a que se le prolongue artificialmente su vida. Pero mucho va de ello a la eutanasia en la que “un médico administra deliberadamente una sustancia letal o lleva a cabo una intervención para causar la muerte de un paciente”.
La Corte alega que la eutanasia es expresión del derecho a una vida digna. La contradicción es evidente: en la muerte no hay vida alguna. Punto. La eutanasia va directamente dirigida a terminar la vida, no a hacerla digna. Y no es cierto, ni ética ni jurídicamente, que el dolor o el sufrimiento por sí mismos atenten contra la dignidad fundamental de la persona. Esa concepción hedonista de la dignidad va en realidad en contra de la naturaleza humana.
Los médicos tienen clarísima la posición bioética correcta. La Asociación Médica Mundial en su último congreso, 2019, “reitera su fuerte compromiso con los principios de la ética médica y que se debe mantener el máximo respeto por la vida humana. Por lo tanto, se opone firmemente a la eutanasia y al suicidio con ayuda médica”. Y agrega que “ningún médico debe ser obligado a participar en la eutanasia o el suicidio asistido”. Es antiético el acto de terminar deliberadamente la vida de un paciente, aun a pedido del propio paciente. La eutanasia, además, va en contra de la columna estructural de la ética médica, el principio de no maleficencia, según el cual el médico no puede usar sus conocimientos para producir daño al enfermo ni, mucho menos, producirle un daño irreversible como es la muerte.
De nuevo, los magistrados “progresistas” no solo nos llevan por mal camino, sino que nos obligan a aceptar como justas sus concepciones que, además, van en contra de las de las mayorías. Pocos males para Colombia como este del «gobierno de los jueces».